Hoy veo la plaza diferente. Es algo más tarde, o simplemente oscurece más temprano. Las sombras de los tilos se ciernen sobre el camino que desciende por la calle Maipú, produciendo una sensación de túnel que a duras penas permite vislumbrar una farola amarillenta al fondo sobre la Av. del Libertador.
El otoño llegó con fuerza, y se siente como el viento me golpea con firmeza en el pecho.
Camino mirando sin ver, no escucho nada, ni tampoco me interesa. Solo está esa sensación de melancolía que se extiende y me encuentra donde quiera que vaya.
La consigna es avanzar, no parar, un pie delante del otro, alejándome de ningún lado, para llegar a ninguna parte. Marcho a paso militar solo que no hay tambores, sino el sonido de mi corazón. No me detengo, no puedo.
Doy la vuelta a paso firme, hasta alcanzar un banco donde el oficinista de traje oscuro, con su corbata ligeramente de costado y la barba de tres días, intenta esconder con torpeza de mi vista un porro. Ni siqueira la mujer de pelos desteñidos y pantalón raído que permanece inmóvil a su lado, con la vista perdida en sus zapatos desgastados alcanza a despertarme alguna reacción. Al pasar junto a ella, alza la cabeza, me mira de reojo y murmura algún tipo de conjuro. ¿Que podría ser peor?
Por todos lados percibo ese olor dulzón, que se expande hacia todos los rincones del parque. Es tan fuerte, que cuesta discernir si estoy caminando o volando, aunque sea como sea, es un pésimo viaje.
Voy dando otra vuelta más tratando de escapar de esa calesita mental, cuando un hombre pretende cruzarme al paso. Me dice algo que no puedo entender. Extiende su mano, e intenta tocarme. Hoy no es buena idea. Un miura de lidia tendría más delicadeza que yo. No tengo que responder, retrocede al verme la cara. Definitivamente hoy no es el día en que querrías ponerte delante.
Sin darme cuenta oscureció. El viento sigue azotando sin tregua mientras que una rata corre a la par mía, hasta dejarse caer en el interior de una alcantarilla frente al pomposo edificio Kavanagh. Es un tramo donde el olor a la basura solamente es superado por el que se desprende de las paredes del estacionamiento subterráneo que a estas horas hace las veces de letrina a cielo abierto.
Subo las escaleras hasta dar con los árboles centenarios que conforman el bulevar central. Su negra corteza se difuminan en el paisaje. Las ramas entremezcladas, se elevan hacia el cielo, de una forma asimétrica que otorga una perspectiva espectralmente hermosa. Por un instante, producto del movimiento y las farolas que los iluminan desde abajo, tengo la sensación de estar viendo finos y tétricos dedos que desgarran las copas de los árboles cada vez menos tupidos. Me viene a la cabeza la pintura de Munch, con ese grito en silencio de aquel hombre atormentado.
Unos metros más adelante estoy frente a un cansino Marte, sentado sobre la estructura de lo que alguna vez fue un pulido granito rojo. Su brazo extendido apunta a un San Martín inalcanzable que esquiva la mirada con indiferencia. El padre de la patria y el dios de la guerra, custodiados por las dos parejas de ángeles y soldados. Honor y muerte. Todos cubiertos por esa capa verde de óxido producto del olvido.
Y caigo en la cuenta, que toda plaza, que se jacte de cierta jerarquía, tiene que tener un loco. ¿Quien no conoce a uno?, ¿quien no lo ha visto alguna vez, caminando andrajoso por ahí, hablando solo, o lavándose en alguna fuente? Deambulando apático como un fantasma, cargando pesadas bolsas de realidad, condenado a no tener un lugar fijo, en una sociedad que lo margina y abandona a su triste decadencia.
Sin quererlo ni buscarlo, estoy pensando que esta plaza más allá de los personajes que la recorremos a diario, tiene varios candidatos a ganar tamaño galardón, y en algún punto estoy nominado con mis caminatas. No me gustaría terminar siendo, el loco de la plaza San Martín.