Purgatorio

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“Una palabra no dice nada

y al mismo tiempo lo esconde todo

igual que el viento que esconde el agua

como las flores que esconde el lodo.”  -Carlos Varela-

 

Esa tarde de jueves, Erik salió unas horas más temprano de la oficina. Las entradas que el Sr. Katz había repartido entre los empleados de contabilidad a modo de sutil recompensa por las últimas semanas de abuso laboral, fueron la excusa perfecta para marcharse sin tener que brindar mayores explicaciones.

 

Probablemente al despedirse, a  nadie le llamó la atención que en lugar de girar hacia la autopista, en dirección al estadio, lo hiciera en sentido opuesto. Quizás pocos llegarán eventualmente a notar su ausencia, o lo que es peor, tal vez sintieran alivio al no contar con su lúgubre presencia.

Será que en los últimos tiempos había estado realmente intratable, un carácter apático y retraído, que daba la impresión de querer escapar sin éxito de una extensa sombra, que sin importar que tanto hiciera, se las apañaba para encontrarlo donde fuese que se hubiera escondido.

Algunas veces eran sus comentarios filosos sobre algún tema, otras en cambio, sus gestos despectivos a modo de respuesta los que invitaban a la gente a simplemente no acercarse. Pero por sobre todas las cosas, habían sido sus profundos silencios. Esas pausas prolongadas en medio de frases hábilmente inconclusas, las que sumadas a esa mirada ausente y la expresión de su rostro, denotaban que su vida había cambiado para convertirse en alguna clase de padecimiento contagioso. Sin dudas, era la pálida imagen de un hombre que alguna vez supo reir y escuchar, pero que ahora padecía una inmensa carga sobre sus hombros, una de esas que nunca se ven, pero que siempre se hacen notar.

La llegada a su casa fue igual a la de ayer, y ésta a la de la semana anterior. Bajar del auto, abrir el portón, sortear a kimbo, el pequeño carlino, que en su afán por demostrar genuino cariño se pone cargoso con sus saltos y mordisqueos irritantes, para luego adentrarse por el angosto pasillo.

Desde la ventana exterior, se podía ver junto a la despensa, la vieja cocina de hierro forjado. Elizabeth, su esposa, revolvía con el cucharón de madera la olla de barro mientras se las ingeniaba para hablar por teléfono.

En contraposición, se la nota distendida, diáfana, murmurando algo que no llegaba a oírse. Se ríe con ingenuidad antes de probar el secreto culinario de la familia. Esta caliente, se nota en su expresión. Voltea hacia la ventana, y por un instante sus ojos parece que fueran a cruzarse. El vapor de agua empaña los cristales, aunque esta tan concentrada en su magistral receta que difícilmente algo podría distraer su atención. De fondo, se filtra por la radio la voz de Carlos Varela:

”Una mirada no dice nada y al mismo tiempo lo dice todo como la lluvia sobre tu cara, o el viejo mapa de algún tesoro”.

Es una escena cotidiana, habitual, de esas tantas en la vida de Erik. Sino fuera porque ella, Elizabeth, hace más de un año, perdió su vida en un triste accidente de autos.

La boca entreabierta, incapaz de pronunciar una sola palabra, siente que sus fuerzas lo abandonan sin aviso. Su corazón late con fuerza y el sonido que produce retumba en su mente amplificado por cientos ese dolor sordo que alguna vez llegó para no marcharse. Con esa voluntad inexplicable, que solo nace de situaciones extraordinarias, camina con esfuerzo hacia la puerta, asaltado una y otra vez por decenas de imágenes borrosas de aquella tarde de otoño, en la cual reinaba el entusiasmo por regresar a casa temprano.

Los recuerdos de la mesa adornada con pequeñas flores, su perfume aún flotando en el aire y aquella breve carta, prolijamente acomodada junto al candelabro de plata, que con infantil complicidad adelantaba los resultados del examen médico, advirtiendo que era una buena noche para festejar, decididamente sin alcohol, que repentinamente se vieron pulverizadas con el llamado desde el hospital que daba cuenta del final menos esperado, arrebatando en escasos segundos años de ilusiones compartidas.

El sonido de aquel llanto desconsolado, entremezclado con los gritos ahogados se asoma ahora desafiante, trayendo al presente esa punzada aguda que se instaló en el cuerpo, cuando ya no hubo más lágrimas, cargado ahora del remordimiento de no haber logrado despedirse, decirle todas aquellas cosas que uno posterga para un mañana que en este caso nunca llegará.

Tras un breve titubeo irrumpe en la casa, armado del poco coraje que le queda y, llama a su esposa con una voz ronca que no alcanza a reconocer como propia. Apenas consigue con esfuerzo poner un pie delante del otro, y cruzar el umbral con tenebrosa lentitud. Abre grande los ojos esperando ver algo realmente increíble, despertar de esa eterna pesadilla que lo condujo al borde del abismo interno que separa realidad de locura.

Su efímera esperanza termina en un instante tras abrir la puerta, todo esta igual que la noche anterior, no hay comida caliente, tampoco una cuchara de madera, mucho menos Elizabeth esperando. Solo esta él con su jaqueca permanente y el sentimiento profundo de abandono que le desgarra el alma, y lo arrastra a ese fondo conocido de miseria y soledad, lugar capaz de engendrar los pensamientos más oscuros, y las decisiones más aberrantes.

Con la garganta seca, el estómago comprimido, y el corazón en la mano, siente que la angustia lo consume otra vez. Ya sin remedio, se deja caer abatido, como si fuera una  hoja de papel, tomando su cabeza entre las manos, intentando contener ese dolor que palpita indefinidamente. Sus ojos vidriosos son asaltados por lágrimas opacas, y la habitación se llena de preguntas sin respuestas.

Un ligero zumbido desde su cintura va creciendo en intensidad, hasta apartarlo de su propio calvario. No lo había notado antes, pero su teléfono móvil, no ha parado de vibrar desde que entró a la casa.

Su corazón inevitablemente se vuelve a acelerar, al reconocer ese número. El mundo parece haberse detenido nuevamente, mientras que su mente camina sobre la delgada línea de una cordura perdida.

Súbitamente el aire empieza a sentirse más denso y frío, mientras que recorre los espacios con una mirada cubierta de pavor. Menea la cabeza mientras que la respiración se entrecorta como si fueran los estertores finales de una vida que se va apagando mientras que de fondo se escucha el timido sonido de aquella guitarra y la letra de esa canción .. “Si un día me faltas no seré nada y al mismo tiempo lo seré todo porque en tus ojos están mis alas  y está la orilla donde me ahogo..”

 

El móvil que no deja de llamar, marca el ritmo de esas fotografías mentales que se deslizan una tras otra en forma incesante, la olla…el candelabro…la carta de Elizabeth…la llamada del hospital… las manos temblorosas,…el último cajón de la despensa…la vieja Colt 45…el estruendo….el dolor de cabeza…y finalmente todo tiene un único sentido.

Sin más, contesta al tiempo que sonríe, es la primera vez que lo hace en mucho tiempo. Su voz es clara, suena aliviado, no necesita escuchar algo para responder: – “Hola mi amor. No te preocupes, estoy en camino.”

Es que una noche de jueves como la de hoy, hace más de un año, Erik no soporto la idea de vivir sin Elizabeth.

 FIN

 

 

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