Será Justicia

martillito

Una moneda, dos posibilidades antagónicas. Sin embargo, en tan solo un instante, el tiempo se detiene y el destino converge en un solo objeto.

Sobre aquel robusto escritorio, el Juez hacía girar sobre su eje una vieja moneda del mismo modo que un niño juega con su trompo de colores nuevo. Por más que quisiera, no podía dejar de contemplar absorto, las incontables vueltas que, con gran equilibrio, describía errática sobre la superficie.

Cada vez que se detenía, volvía a apoyarla por el canto con la misma precisión que tiene un mago, sosteniéndola con ayuda de su dedo índice en un breve intento por desafiar las leyes de la física. Luego, con diestro movimiento, descargaba un golpe seco con la uña de la otra mano, haciendo girar aquel “peso” sobre sí mismo, igual que un patinador profesional ejecuta su acto.

Llevaba horas repitiendo una y otra vez esa maniobra, persiguiendo con la mirada los espirales que realizaba sobre el escritorio. Hipnotizado, absorto, incapaz de apartar los ojos de aquel objeto que lo intrigaba y fascinaba por igual.

Sentado en aquella vieja silla de estilo inglés, sostenía el mentón sobre sus dedos entrelazados, mientras observaba en silencio.

En la habitación, la luz del día atravesaba la ventana iluminando la alfombra gastada de incontables caminatas. Las paredes atiborradas de pesados libros y una pequeña estatua de la “Justicia” completaban la sobria decoración. Por último, en el rincón más cercano, como testigos silenciosos de acaloradas discusiones jurídicas, el mástil y la bandera.

La trompeta de Chet Baker irrumpía suavemente desde algún salón contiguo. Un poco más alejado, el ruido del tránsito citadino se filtraba en la atmósfera como un susurro urbano, junto a un sabor metálico que flotaba en el aire en una mezcla de motores y bocinas.

Sin embargo, nada de esto parecía romper la concentración del Magistrado, quien escrutaba los movimientos azarosos que describía la pieza como lo haría un halcón buscando su presa desde lo alto del cielo. Ni siquiera el antiguo reloj de péndulo, que puntualmente marca los cuartos con su característico sonido o el teléfono de la recepción, alcanzaban a perturbar ese estado.

Había calculado que, dependiendo de la intensidad del golpe, surgían espirales largos o cortos, giros helicoidales vertiginosos o vueltas cansinas; aunque más allá de todo -al final del camino-, el resultado inevitable era siempre el mismo, tras algunos segundos de estabilidad, la gravedad vencía el rumbo de la moneda y, aleatoriamente, un lado terminaba apuntando al techo en tanto que, el otro, al suelo.

Así, según la ocasión, podía culminar boca arriba permitiendo ver el relieve de un imponente sol tallado sobre el bronce; en el centro, un diminuto rostro solemne y pequeños rayos desplegados como cabellos al viento. Por el contrario, si acababa boca abajo, salía a relucir un histórico escudo de armas con dos antorchas cruzadas y una desgastada inscripción difícil de leer.

Sin embargo, y lo que resultaba mucho más interesante, era que por más repeticiones que realizara o conjeturas que pudiera aventurar, en ningún caso podía afirmar, con algún grado de probabilidad cierta, que fuera a caer de un lado u otro. Y, precisamente eso, era lo que más lo cautivaba.

Desde que habían terminado los alegatos, el Juez no podía soltar aquella moneda.

El Fiscal había estado implacable. Un trabajo completo, expuesto de una forma clara, precisa y contundente.

Los hechos, acompañados de suficientes elementos de prueba, se traducían en una sola palabra: condena. El pobre infeliz debería pasar en prisión los próximos cinco años de su vida

Por su parte, la letrada de la defensa, demostró estar a la altura de la acusación. Expresó una visión completamente distinta a la interpretación del Fiscal, cuestionando todas y cada una de las pruebas colectadas, aprovechando a sembrar serias dudas sobre las más comprometedoras.

A su criterio, la solución a la que debía arribarse no podía ser otra más que la absolución; su asistido debería marcharse libre desde los estrados del Tribunal.

Tras varios días de juicio, el proceso había llegado a su fin y era el momento de dictar sentencia. El Magistrado, un hombre mayor y desgastado, debía expedirse puntualmente sobre la suerte que correría aquel hombre y acabar con la incertidumbre que lo rodeaba.

En el despacho, el tiempo transcurría en una densa letanía y, a pesar de las profundas cavilaciones, no podía decidirse por alguna de las posturas esgrimidas. Los argumentos y conclusiones expuestos por aquellos adversarios judiciales -completamente antagónicos en sus roles-, tenían puntos a favor y en contra. Resultaba imposible otorgar la razón a una u otra parte, sin entrar en palmarias contradicciones. Así, con cada minuto que pasaba, aumentaba la presión sobre aquel abrumado funcionario hasta el punto de haberle quitado el sueño. Tenía la sensación que, de no fallar de inmediato, perdería su propio juicio, su salud o ambos.

Si bien por regla general, en caso de haber dudas, debía resolverse de forma tal que se favoreciera al individuo sometido al arduo proceso judicial, cada vez que se decantaba por esta solución, la voz del Fiscal retumbaba en la cabeza del Magistrado por lo cual se inclinaba hacia la condena. Pero, tan pronto se disponía a bajar el martillo en ese sentido, los argumentos de la abogada defensora lo empujaban hacia el extremo opuesto.

Evidentemente una situación insólita y apremiante, ya que se acercaba peligrosamente el límite del plazo para dictar el veredicto.

Finalmente, una luz de dudoso brillo se encendió en sus cansados ojos. Acorralado por el tiempo y temeroso del desprestigio al que podría ser sometido si anularan su fallo por la tardanza del caso, tomó una extraña determinación que pondría punto final a la disyuntiva.

Que sea la moneda quien decida la suerte del acusado, cara o seca, culpable o inocente.

De este modo, en contra de toda lógica o razón, violando su juramento de respetar la ley, confió en ese pedazo de metal, redondo y aplastado, como en el mensajero divino de la Justicia que, inequívocamente, señalaría la decisión correcta.

El sol: la absolución, el escudo: cinco años de cárcel; en estos términos quedó planteada la solución a tan complejo caso.

Tras ello, depositó sin mucho preámbulo el canto del improvisado oráculo en el medio del escritorio, de modo tal que apenas un punto sirviera de contacto para mantenerlo sobre la madera y su dedo índice. Tomó una inspiración profunda y, de un golpe seco, derrumbó su carrera encargándole al azar la responsabilidad de fijar el futuro del, ahora aún más, desdichado imputado.

Ingenuamente tapó sus ojos con las manos, como evitando ser testigo de tal sacrilegio jurídico. Apenas tenía oídos para el sonido de la moneda cuya velocidad, tras algunos eternos segundos, comenzó a decaer. El corazón le retumbaba como al son de tambores apagados y, por un instante, el mundo pareció detenerse.

Una vuelta más, un último giro y aquel viejo peso debió culminar su derrotero, ya que el silencio completó el vacío de la habitación. Lentamente, el Juez abrió los ojos en busca de la providencial respuesta.

Una sonrisa irónica, casi una mueca, se instaló en el rostro cansado de aquel hombre ahora pálido, no era el final de su incertidumbre, sino más bien una burla del destino.

Contra todo pronóstico, la maldita moneda eludió el compromiso al permanecer en equilibrio, como un trapecista caminando sobre la cuerda floja. Allí, erguida y orgullosa, se mostraba desafiante en todo su esplendor.

Incrédulo, una risa demente salió de su garganta llevándose la poca cordura que en su interior podía quedar. Aún sentado, sin hacer ningún esfuerzo por contenerse o disimular, aplaudía con suavidad frente a tal dura lección.

– Su Señoría – se escuchó al asistente detrás de la puerta llamando con voz preocupada

– No quiero interrumpir, pero las partes esperan inquietas el veredicto. ¿Que les digo?…

El Magistrado seguía riendo de modo insano, sin apartar la vista de aquel círculo traicionero como el mismo azar. Apenas, se le escuchó susurrar entre suspiros:

– “…tal vez… si pateara el escritorio…”

– Doctor… ¿está ahí? – insistió el empleado mientras forcejeaba para abrir la puerta  – responda por favor…!

FIN

 

 

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